ETA

Mi experiencia con el terrorismo de ETA no es directa. No he sido una víctima, ni tampoco he pertenecido a ETA, ni a las organizaciones de la izquierda abertzale. Sin embargo, tampoco he sido un simple ciudadano que forma parte de la masa silenciosa. Desde mi primera juventud me inquietó la política atraído por la intensa agitación social de los años de la transición.

Con 18 años comencé mi relación con organizaciones juveniles de lo que se llamaba izquierda revolucionaria o extrema izquierda. Nos definíamos como Marxistas-leninistas y Maoistas. Hacíamos una interpretación dual de la sociedad. El mundo estaba dividido entre buenos y malos, entre pobres obreros explotados y crueles capitalistas explotadores, entre estados opresores y pueblos oprimidos. La lucha armada era un recurso contra el estado que tarde o temprano deberíamos usar

Criticábamos al nacionalismo de la izquierda abertzale por excluyente y nos distanciábamos de ETA porque entendíamos que la lucha armada, en aquel momento, era un error político. Pero nos aproximamos a su mundo. Ellos también se enfrentaban al capitalismo y al estado, además contaban con notable éxito social. Incluso asumimos la independencia de Euskadi como un objetivo de nuestra organización.

ETA era la consecuencia equivocada de un pueblo vasco oprimido. Había luchado valientemente contra el franquismo y ahora se enfrentaba a la pseudodemocracia heredera de la dictadura. Durante los primeros años de los ochenta no consideré las acciones de ETA como  terrorismo, sino como acciones de guerra en la que morían soldados de un bando y otro. Los policías, guardia civiles, empresarios no eran personas como los demás, sino simples miembros del ejército enemigo. No hice ninguna consideración ética o moral sobre ETA y sus asesinatos.

Es cierto que la actuación del estado, torturando y financiando grupos parapoliciales que asesinaban también, contribuyó a consolidar en mí la idea de que estábamos en una guerra en la que el estado era el principal responsable. Pero, sobre todo, mi visión del mundo, dividido entre buenos y malos enfrentados en una guerra antagónica en la que todo vale contra “los enemigos del pueblo”, no me dejó comprender que detrás de las acciones de ETA no había nada liberador, sino una clara violación de los derechos humanos en nombre de la patria.

Sin embargo, poco a poco los atentados de ETA fueron haciendo mella en mí. Me impactó muy negativamente el atentado  contra la casa cuartel de Zaragoza en la que murieron varias niñas. Pero fue el atentado de Hipercor el que más me conmocionó en aquella época. Atentar de esa manera contra la población civil era cruel y cobarde. ¿Como se podía liberar al pueblo vasco asesinando a 21 personas que estaban haciendo las compras?. Recuerdo que me encontré con un amigo, militante de izquierda abertzale, y le manifesté mi repulsa. Se encogió de hombros y me contestó que era consecuencia del conflicto vasco y que la policía, avisada de que había una bomba en el supermercado, había dejado que explotara. Me descolocó la insensibilidad de mi amigo. Pero, a pesar de mi desazón, no fui capaz de comprender la naturaleza fanática de ETA, ni de cómo dicho fanatismo iba impregnando a mucha gente. He vuelto a leer algún artículo sobre este atentado, escrito por gente cercana a mí en aquella época. Ciertamente, criticábamos la falta de ética en el asesinato de civiles, pero, sobre todo, nos pesaban las consecuencias políticas negativas de “ese tipo de acciones” para la izquierda y el nacionalismo. En mi mundo,  ETA era una organización que se enfrentaba al estado opresor. En consecuencia, podía cometer errores, pero era de los buenos.

Más adelante, en la década de los 90 con la ponencia Oldartzen, la estrategia de socialización del sufrimiento, la kale borroka y el asesinato de políticos llegó el punto de inflexión en mi visión de ETA.  Comencé a movilizarme contra sus atentados. Participé en las movilizaciones contra la ejecución de Miguel Angel Blanco. Aún así, mi ruptura con el mundo de izquierda abertzale no fue total. Colaboré con ellos en alguna iniciativa municipal y en diferentes iniciativas de defensa de los derechos humanos de los presos de ETA. Realmente vivía una contradicción. Por una parte seguía siendo condescendiente con determinados aspectos de la izquierda abertzale, sobre todo los referentes a  cuestiones sociales y de crítica a la cara más represiva del estado. Pero, por otra parte, ETA me asqueaba.

Pero con los últimos años de ETA mi desafección fue absoluta. Buesa, Pagazortundua, Jauregui, Carrasco etc etc. No eran miembros de ningún ejército invasor de Euskal Herria. Eran ciudadanos vascos, políticos no nacionalistas. Incluso alguna de estas personas, que  sufrieron los atentados de ETA o de la Kale Borroka, había sufrido, en su juventud, la represión franquista. ¿Por qué eran asesinados?.

Su  muerte no se podía justificar desde quien se defiende de una brutal represión y reivindica una sociedad más justa, más democrática y progresista. Comprendí que detrás de las acciones de ETA había una ideología fascista que pretendía imponer sus criterios políticos amedrentando a la sociedad, a la parte de la sociedad que no tenía sus ideas.

También comprendí que la izquierda radical, a la que yo pertenecí, especialmente en los años 80, contribuyó a que ETA fuera aceptada por una parte de la ciudadanía. Nuestra concepción de la  sociedad dividida en bloques antagónicos, la idea de que al estado capitalista, tarde o temprano, hay que combatirle con las armas y la aceptación del relato nacionalista sobre la supuesta opresión del pueblo vasco, no nos permitieron comprender la verdadera dimensión del terrorismo. No fuimos capaces de poner la defensa de los derechos humanos de todas las personas, especialmente el derecho a la vida, por delante de cualquier otra consideración.

Siempre me sentiré orgulloso de mis años de militante social, luchando por los intereses de las personas desfavorecidas y denunciando los abusos y desigualdades que hay en nuestra sociedad. Pero me arrepiento profundamente de no haber sabido enfocar esta lucha de una manera democrática. Descubrí tarde que en los estados democráticos hay una pluralidad de opciones políticas e ideológicas que compiten entre si, pero que son legítimas en la medida que los ciudadanos las respaldan y en la medida que respetan un denominador común y básico a todas las personas: Los derechos humanos. También descubrí tarde que el pueblo vasco no es un pueblo oprimido. Tenemos un nivel de desarrollo económico y social envidiable y se invierten numerosos recursos en potenciar nuestra cultura.

Esteban Diego Iraeta

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