Era mayor, muy mayor. Nunca supe su nombre (más tarde me enteré de que se apellidaba Feix y que tenía noventa y dos años). A pesar de su edad hacía la compra todos los días, eso sí, salía tarde. A la hora en la que yo, que había terminado mi trabajo matutino me reunía con los amigos en una tienda de discos del mismo barrio en donde residíamos los dos. Empezaba el verano.
Me la crucé a las 13 horas. Como siempre iba cargada. Demasiado cargada con bolsas de compra para su edad y su tamaño. Vestía una especie de bata de algodón de color crema estampada de cachemires negros. De peluquería. Siempre iba peinada de peluquería. Alguna vez coincidimos en la panadería o en la farmacia. Precisamente allí cruzamos un par de frases. Ella tenía encargado un medicamento para su hijo. Había tenido una angina de pecho: «¡Tanto fumar!. Si no hace otra cosa desde que se retiró. Ya podéis tener cuidado con el tabaco, hijos», me dijo al ver que yo tenía un cigarrillo en la mano. ¡En aquellos tiempos se podía fumar hasta en las farmacias!.
Serían las 13’45 horas y en la tienda de discos sonaban a todo trapo los «New York Dolls». Una posible cliente había salido despavorida después de que mi amigo el dueño la desairase diciendo que no, que en ese honrado establecimiento ni tenían ni tendrían jamás el último disco de la Pantoja, que esa era una casa seria. La tienda cerró pocos meses después.
Trincamos el chiringuito. En lugar de seguir el camino natural hacia las calles de los bares, nos dirigimos al Muelle de Churruca, quizá habíamos quedado con alguien… qué sé yo. Pero al llegar a la altura del Puente nos quedamos clavados: una brigada de operarios del Ayuntamiento estaban baldeando el paseo del muelle. El día anterior había sido la festividad de la Virgen de la Guía, quizá la fiesta más querida por los portugalujos, y los desperfectos sanitarios eran evidentes aún a esa hora del día. No nos quedó otro remedio que dar media vuelta.
Fue en ese preciso instante, las 14’05h. cuando oímos los disparos. No fueron cohetes, no fue un tubo de escape. Hay algo siniestro en el ruido real de un arma de fuego. Estamos acostumbrado a escucharlo en las películas… pero en
realidad son efectos de sonido. Los disparos que matan son más secos, más solemnes, parece que hablan. Esa pistola en concreto dijo lo mismo dos veces. En un primer momento nadie salió de los bares de la travesía que une la calle María Díaz de Haro con el Muelle de Churruca: Por eso desde mi perspectiva pude ver muy bien lo que pasó a continuación. Un cuerpo en el suelo. En principio no había sangre, o no me lo pareció. Sus ojos miraban con interés a un punto concreto del cielo, ¿una nube?, ¿una gaviota?, pero ya no le interesaba nada. Estaba muerto.
Lo siguiente que vi fue a dos tipos subir sin prisas la cuesta hacia la antigua pista de hielo. Detrás, aferrada al jersey de uno de ellos, la anciana: nuestra anciana con la boca abierta y los ojos desorbitados. No gritaba, simplemente los intentaba retener. La miraban por encima de su hombro. El tipo a cuya espalda se aferraba la anciana parecía preocupado porque le fuera a ceder el jersey. La que gritaba era otra señora que le perseguía. ¡Asesinos!, ¡ladrones!. Bueno, a mí me pareció que gritaba «ladrones» pero a lo mejor era otra cosa. En la película «El Padrino», Clemenza aconseja a un bisoño Michael Corleone que cuando dispare a alguien muestre inmediatamente después la pistola. Así la gente se fijará más en el arma y lo que haces con ella que en tu cara. Parece que estos tipos, a pesar de no tener pinta de cinéfilos vieron la película. De repente el que llevaba el arma se dio media vuelta y miró cara a cara a la señora, levantó bien la pistola y la exhibió. Sacó el cargador y lo tiró debajo de un coche, se zafó de la garra de la anciana y junto con su cómplice comenzaron a andar un poco más deprisa. Pero solo un poco.
Cuando desaparecieron los asesinos hubo un gran barullo y confusión. Algunos fueron a atender a las mujeres, otros siguieron bebiendo como si nada. Sorprendentemente pronto llegó la ambulancia y muy poco después algún policía municipal y la Guardia Civil. En cuanto al herido, nada que hacer. «¡Estos lo van a pagar!», gritó un sargento. No volví a ver a las dos mujeres. Más tarde supe por el telediario que la más mayor, la que yo conocía de vista era la madre del fallecido y que tenía noventa y dos años.
También nos informó el telediario de que habían asesinado al teniente coronel de artillería Alberto Aznar Feix, de sesenta y cuatro años de edad y natural de
Bilbao en el portal de su domicilio en Portugalete. Retirado del servicio hacía tres años y que se estaba recuperando de un amago de infarto. Yo no le conocía ni de vista. También señalaron las noticias que la anciana se desvaneció después al lado de su hijo. No la volví a ver nunca más.
Los potes quedaron pospuestos para la tarde. La calle estaba animada. Algunos comentaban el suceso. Muchos no. Al pasar por el lugar de los hechos unos operarios daban manguerazos a los cuajarones de sangre cubiertos de serrín. Una escena parecida a la de los areneros de las plazas de toros arreglando el albero para la lidia y muerte del siguiente de la tarde.
La segunda edición del telediario nos anunció que los asesinos habían sido dos jóvenes de unos dieciocho años de edad. Algunos vecinos, temerosos ante la presencia de la cámara se negaban a comentar nada. El más valiente susurró: «A ver si paran de una vez, que ya vale». Los funerales se celebraron al día siguiente en la parroquia de Santa María de Portugalete con la presencia de las autoridades civiles y militares. No fui.
Faltaba la descripción del tercer asesino, el que pasó toda la información. Alguien muy cercano, seguramente alguien del barrio. Alguien que esa noche, con sus amigos o en la soledad de su cuarto se reía… con la i. Ji, ji, ji. Pero no había nada que temer. Como gritó aquel sargento, lo iban a pagar.
Post-scriptum Al teniente coronel de artillería don Alberto Aznar Feix (y a su madre) le asesinaron José Manuel Azcárate Ramos y Juan Carlos Yurrebaso Atuxa. Sus vidas, tan azarosas como vacías se pueden seguir por internet. A mí me da pereza mental describirlas solo decir que ambos tienen los mismos componentes de crueldad, ignorancia y chulería como para crear un cóctel explosivo. Pero ambos han seguido la vida errática que eligieron. Lo peor es lo del otro, aquel que se reía con la i…ji,ji,ji… nadie le conoció nunca. Se sigue riendo.
Álvaro Ordóñez Iragorri
Bilbao 2 julio 2015