Lequeitio ayer y hoy

Teniendo yo cuatro años, ETA asesinó al presidente del Gobierno de entonces Luis Carrero Blanco. Hay que recordar, para los que no lo sepan o lo hayan olvidado, que murió al estallarle la carga explosiva colocada por ETA en el subsuelo de una calle de Madrid por donde había de pasar su coche oficial. Tal robusto vehículo saltó por los aires unos treinta metros, cayendo luego por la parte interior del tejado de un convento. Así que la carga explosiva tuvo que ser tremenda. Mi padre me explicó, al hilo de este suceso macabro, crucial en lo político, lo que era que un ser humano quitara la vida a otro. Yo sabía lo que era morirse, pero no asesinar. Comprendí, justo aquel día, esa dimensión antropológica del odio cuya consecuencia fatal podía ser el homicidio. Algo humano, demasiado humano: el odio.

No mucho después de aquel magnicidio, tuve que hacerle otra pregunta delicada a mi padre. En Lequeitio, donde veraneábamos, tenían ahorcado, en la plaza del ayuntamiento, un muñeco del presidente de la República Francesa. Una cartela cutre pegada a su figura de trapo advertía de quién se trataba: Valéry Giscard d’Estaing. El “ajusticiamiento”, por supuesto, contaba con el consentimiento del ayuntamiento, si es que no era iniciativa suya. No en vano la casa consistorial estaba a un paso del lugar y ahí persistía el muñeco suspendido de un cable o una farola de día y de noche, en nublado y con sol estival.

Mal se las debió de ver mi padre para explicarme que a ese señor se la tenían jurada en Lequeitio por razones políticas. Por unas medidas que se habían tomado en su país en materia antiterrorista (escasísimas, por otro lado, por no decir ridículas), relativas a puntuales extradiciones de miembros de ETA, así como a una muy incipiente y regateada colaboración judicial y policial. Con mis cinco, o seis, o siete años ya, sin embargo no alcanzaba a entender todavía nada de esto. Pero sí que veía que la gente hacía vida normal en la plaza junto al muñeco ahorcado, sin que pareciera estorbarles o como si ya no lo vieran de pura costumbre de verlo. Los más jóvenes andaban en bicicleta tranquilamente. Las señoras sentadas en los bancos tricotaban y pelaban la pava entre ellas. Otras personas se comían su paquete de churros de a cien pesetas, de la churrería de la esquina donde continúa hoy la estatua sedente del prócer Abaroa. Duró tiempo aquella sórdida e intimidante visión en mitad de la plaza principal del pueblo. Espectáculo muy poco edificante, desde luego.

No obstante, aún tuve que ser testigo de otra escena de peor factura en esa misma plaza. Escena que solía repetirse recurrentemente. Al atardecer, se congregaba el pueblo en dicho espacio comunitario, o sea en la plaza, y entonces se cantaba una canciocilla perversa que circulaba en aquellas fechas del postfranquismo o principios del nuevo periodo constituyente. Esta era su letra:

Voló, voló,

                                            Carrero voló,

                                            y vaya hostia

                                            que se metió…

                                            ¡euuuuuuup!,

y entonces, coincidiendo con el “¡euuuuuuup!”, el pueblo cantor, entusiasmado, enfervorecido, divertidísimo, pero en el fondo saturado de emponzoñado odio, tiraba sus jerséis al aire todos a una, o sus bolsos las señoras, o incluso algún zapato el que no tuviera jersey ni bolso. La cosa era echar al aire algún objeto, en imitación del pepinazo explosivo que le hizo saltar a Carrero Blanco treinta metros por encima de la fachada de un convento, supongo que causándole el despedazamiento de su cuerpo en una carnicería orgiástica.

Quedaron fuertemente grabados en mi infantil espíritu aquellos alardes groseros y miserables de exaltación de la violencia terrorista etarra. Tanto es así que han transcurrido más de cuarenta años, camino de cincuenta, y todavía los recuerdo con inquietante viveza en mi memoria… democrática. Lo digo así ahora que tanto se habla de la necia y oportunista Ley de Memoria Democrática. Pues, en efecto, se trataba del jaleamiento de la muerte a manos de sus encapuchados queridos. De la alegría del asesinato. De la condensación del odio profundo expresado folclóricamente en el espacio popular de la plaza de un pueblo de Vizcaya. Nada distinto a lo que sucedía, y desgraciadamente seguiría sucediendo por décadas, en otros lugares del País Vasco.

Y ante esto uno saca una conclusión. Si muchos años después, en las manifestaciones de repulsa a ETA y al asesinato, por ejemplo, del concejal mártir del Partido Popular en Ermua, se exclamaba: ¡Todos somos Miguel Ángel Blanco!, en aquel momento, durante aquellos veraneos de mi infancia en Lequeitio, los participantes de semejante aquelarre del jersey al aire, el bolso al aire, o el zapato al aire, podían haber exclamado también: ¡Todos somos ETA!

Expresado en otros términos. Si los chicos que andaban en bicicleta tranquilamente; si los paisanos que comían sus churros de a cien pesetas; si las “emakumes” (señoras) que tricotaban pelando la pava y el siguiente domingo comulgarían en misa como santurronas; quién sabe si también ese hipotético cura trabucaire que les había dado la comunión en la preciosa basílica gótica de Santa María también sita en la plaza; todos ellos, repito, si además de haber sentido indiferencia ante el colgajo ahorcado del presidente francés, habían estado también formando parte del rito siniestro de burlarse del asesinato de Carrero, entonces con igual exactitud hubieran podido exclamar: ¡Todos somos ETA! ¡Todos somos la base social sobre la que se apoya nuestra entrañable y entrañada banda terrorista!

Se argüirá, tal vez, que bueno, que aquella época no se puede comparar con la que vino más tarde. Que la ETA de entonces luchaba contra una dictadura, y como tal dictadura, criminal. Que Carrero Blanco, tan atildadamente vestido de blanco como su segundo apellido le sugería y su almirantazgo le prescribía, no dejaba de ser otro criminal, pedisecuo de Franco. Por tanto, asesinatos van y asesinatos vienen de una parte y de otra. En fin. Muchas cosas se podrían argüir.

Pero ahora voy a referirme a nuestro riguroso presente. A la última vez que he estado en Lequeitio, a mis cincuenta y cinco años. Ha sido de visita, puesto que dejé de veranear en ese vivero de nacionalismo hace mucho tiempo. Me permito anotar que el censo electoral de los últimos comicios municipales de 2023 arrojó los siguientes resultados: EH Bilbu se llevó el 53,54 % de los votos y el PNV el 43,48 %. Más del 97% del electorado, como se aprecia, pinta nacionalista o ultranacionalista en esta, por otra parte, muy hermosa villa marinera. Y donde se come muy bien y donde, si no te metes con nadie, nadie se meterá contigo, y donde te darás unos baños estupendos en sus playas en verano, y donde serás atendido con toda amabilidad en cualquier tasca del puerto si pides unas rabas de aperitivo al mediodía, y todas esas cosas un tanto tópicas que se suelen decir pero que, en fin de cuentas, son verdad. Aunque a Dios lo que es de Dios y a Satanás lo que es de Satanás. Por eso, sigamos.

En 2024, veo en la misma plaza del ayuntamiento de marras, que no ha cambiado mucho desde antaño, un monumento de homenaje al etarra Francisco Javier Goitia Elordi. Este individuo murió en 1991, cuando le explotó el explosivo que manipulaba. Su objetivo no era echar abajo edificios en ruinas, claro, colaborando así con cualquier empresa de derribos y edificaciones. Era cometer atentados y posiblemente matar gente. Como premio a su dedicación criminal, un manojo de rosas rojas, frescas, adornaba en agosto o setiembre su monolito. A mí esto me resulta repugnante. Y refuerza aquellas impresiones un tanto traumáticas que recibí en el Lequeitio del postfranquismo, durante mis ya lejanos veraneos infantiles.

Al igual que hace casi medio siglo, observo a los hijos de los que antes montaban en bicicleta que ahora tienen un patinete eléctrico; los hijos de los que antes comían churros ahora ya no los comen al haber cerrado la churrería, pero disfrutan de las tapas y las cañas de un chiringuito que han abierto muy cerca, mientras enredan con su teléfono móvil; las “emakumes” que antes pelaban la pava tricotando y el siguiente domingo comulgarían en misa como santurronas, ahora tienen hijas que militan en el feminismo radical y apoyan a Palestina en contra de Israel; toda vez que el hipotético cura trabucaire que les dio la comunión a esas hoy abuelas o difuntas bisabuelas se ha sustituido por otro sacerdote que vaya usted a saber.

Hace casi cincuenta años, a nadie parecía estorbar el muñeco ahorcado de Giscard d’Estaing para hacer vida normal en la plaza. Es más, se jaleaba el asesinato de Carrero Blanco. Casi cincuenta años después, a nadie parece estorbar el monumento al terrorista Goitia enaltecido con rosas fragantes. Es más, me entero por internet de que se le tributó en su día un sentido homenaje con una tía borroka hablando por un micrófono y un conciliábulo de adeptos participando solidariamente del rendimiento de honores. Por consecuencia, no es que no les estorbe el monumento al etarra Goitia. Sino que lo tienen en mucho. Por lo menos, el sector abertzale que lo promueve y practica.

¿Y el sector que se suele considerar moderado del nacionalismo? ¿No tiene nada que decir o hacer el PNV? ¿No lleva a cabo acciones municipales, populares, de mera calle, para evitar que se produzcan estas manifestaciones en favor de la cultura de la muerte? No parece. Lo que yo sé es lo que se registra por el pueblo ocularmente. Además de ese monumento vergonzoso, irritante, revelador de muchas cosas ignominiosas fácilmente imaginables, se ven asimismo carteles pegados a las paredes representando un mosaico de minifotos a tamaño carnet de etarras presos, un centenar o más, para los que se pide el acercamiento a las cárceles vascas o directamente su excarcelación o amnistía. A nadie se le ocurre arrancarlos. Se convive muy bien con estas reivindicaciones. El que calla, otorga.

¿Qué ocurriría si en Lequeitio, o en cualquier otra parte de Euskadi, o en el resto de España, aparecieran carteles con las fotos de los asesinos de mujeres por la llamada violencia de género, y se adjuntara para ellos el askatu, su liberación? ¿Qué clase de gentuza pediría la libertad para esa otra ralea de feminicidas? ¿Cuánto duraría una pintada mural donde se leyera: “Feminismo = Fascismo”, o bien: “¡Viva la violencia machista!”, “Gora la violencia matxista!”? El pueblo se indignaría. La policía se pondría a buscar de inmediato al autor de la pintada. Esta se borraría a la mayor brevedad con estropajo o mejor aún con la lengua del que la hubiese realizado, si le trincaban.

Ahora bien, si se trata de terroristas asesinos, si se trata de nacionalismo, el asunto cambia mucho. Se dirá que no es comparable la motivación política que impulsaba a un activista de la organización a cometer su “ekintza” (su acción), que la de un asesino de su mujer a cometer la suya. Pero mi respuesta es que las funerarias cobran la misma tarifa por enterrar a una víctima de ETA que a una víctima de la llamada violencia de género. En resumen, se convive muy bien, repito, con la pompa y circunstancia de la violencia de género… de género proetarra en estos enclaves rurales de Euskal Herria. Por qué será.

Hay localidades vascas cuya municipalidad se cree muy progresista por poner a la entrada de su pueblo o ciudad esta especie de señal de tráfico, del tamaño y forma de un stop, aunque en color morado: Tolerancia cero a la violencia machista. Y me pregunto yo. ¿Pero acaso es necesaria esta advertencia, esta declaración de principios tan elemental? ¿No va de suyo que ninguna violencia debe tener tolerancia? Si se especifica que la tolerancia cero es para la violencia machista, se puede deducir que hay otras violencias que no están afectadas por la tolerancia cero, ya que no se las menciona. Es de pura lógica. O todas las violencias o ninguna. Con lo cual, quizá esos carteles nos están avisando de que la tolerancia cero es para la violencia machista, sí, pero es de tres, de cinco, o de nueve puntos sobre diez, según y depende, para la violencia que les hace tilín y de la que sacan réditos: la terrorista y paraterrorista. Por ahí van las cosas, me parece a mí. El subconsciente les delata.

Pero volvamos al tema de los homenajes a etarras. En este testimonio se viene hablando del de Lequeitio, del que he sido yo testigo este verano, pero en verdad incluyo a todos los demás, en global. Pedirle una intervención al gobierno autonómico del PNV, entiéndase, que prohíba, que persiga esa forma directa o indirecta de apología del terrorismo en base a los terroristas homenajeados, sería, como diría el castizo, dar salto en vago. Batalla perdida, vaya. Hace muchos años que han quedado desenmascaradas cuáles son sus connivencias y sus inconfesables simpatías o siquiera tolerancias.

El comentario, sobre todo, va aquí dirigido al Gobierno nacional. El Gobierno de España. (Subrayo de España porque cada vez es más necesario aclarar a qué Gobierno nacional se refiere uno dentro de la Península Ibérica.) Pues bien, el Gobierno nacional tolera y traga. Igual que el Vasco. Aquel no le enmienda la plana a este pudiendo y debiéndolo hacer. También de él, del de España, se puede decir que el que calla, otorga. Y no señalo solo al birrioso Gobierno del PSOE actual, que pacta con el partido heredero de ETA. ¿Cómo no lo va a permitir entonces, si hasta su presidente Pedro Sánchez les da el pésame a sus socios de Gobierno en el Congreso por el suicidio de un etarra en prisión? ¿Y cómo no, si en esa repulsiva complicidad con Bildu le va su supervivencia política y permanencia en La Moncloa?

Más bien, aludo a otros Gobiernos anteriores, mayormente del Partido Popular, del PSOE de Felipe González, y hasta de la UCD. Unos y otros no fueron capaces de defender la nación ni el Estado suficientemente. Unos y otros convivieron bien, demasiado bien, con esa hemorragia interna llamada nacionalismo. Y este es el punto clave de este escrito. Poner de relieve que las actitudes de los políticos y los partidos, con frecuencia, no son sino el reflejo de la sensibilidad común de sus gobernados.

¿Será que el día en que los españoles nos curemos de la herida de los separatismos periféricos, habremos dejado ya de ser españoles? ¿Se habrá desmembrado entonces la nación, como algunos quieren, y España no será ya España sino su caricatura: Exespaña? Si una tercera república llegara a ocurrir, que es la vía previsible para que ese desmembramiento se produjera, nos saldrá cara la aventura a todos. Como salió muy cara la delirante primera, con el cantonalismo centrifugante. Y más cara aún la segunda, que escindió psicóticamente, pudiéramos metaforizarlo así, a ambas Españas y provocó la guerra civil. No sé que barruntos tengo de que, si no remite esta trayectoria que llevamos en este último par de décadas, nos acercamos a un nuevo desastre. Ignoramos de qué proporciones. Pero que habrá muchos desperfectos después que lamentar, cuando las aguas tornen a su cauce y se reconstruya el estado anterior al contradiós consumado, eso es cosa prácticamente segura. Post festum, pestum, sentenciaban los latinos. Tras la fiesta, la peste, en el sentido de la inmundicia y la resaca.

Y aquí me interrumpo aposta, para no excederme de un límite razonable de texto. Y porque siento que he incurrido ya en el plano del análisis político al uso, cuando sucede que esta colaboración debía sujetarse al rango de lo vivencial, de acuerdo con lo convenido con el editor de la web.

Únicamente me resta aportar una posdata. El País Vasco cuenta hoy aproximadamente con un 12,6 % de su población de origen extranjero. Y la cifra aumenta. Chinos, árabes, negros, mestizos amerindios, mulatos, hindús, gentes de los países del Este, y europeos y norteamericanos de toda laya, se dan cita a diario en cualquier trayecto del metro de Bilbao, o por las calles de su Gran Vía o en Vitoria o San Sebastián. ¡Un paisaje humano que habría hecho las… delicias de Sabido Arana, redomado racista y nacionalista cateto y ultramontano! ¡Y, de mientras, 853 víctimas de ETA yacen en los cementerios en pro de la construcción de la nueva Euskal Herria independiente!

Estamos como queremos. Como conjunto de comunidad nacional, aunque no a título individual persona a persona, reitero: estamos como queremos.

Pablo Echevarría

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