Recuerdo de una mañana de primavera

El lazo azul

Debió de ser hacia mediados de los noventa del siglo pasado, durante el secuestro por ETA del empresario guipuzcoano José María Aldaya, que se prolongó durante casi un año. Como una forma de expresar su protesta, algunos ciudadanos vascos- no muchos, todo hay que decirlo- volvieron a exhibir en la solapa el lazo azul que empezaron a ponerse de manera espontánea dos años antes, con ocasión del secuestro, también a manos de ETA, de otro empresario, Julio Iglesias Zamora. Ahora que en Euskadi determinados discursos oficiales y muchos voceros, oficiales o no tan oficiales, de lo políticamente correcto en relación con el terrorismo se empeñan, contra todas las evidencias empíricas disponibles, en sostener que el final de la organización terrorista fue el resultado del rechazo unánime de la sociedad vasca al secuestro y el asesinato como medios de acción política, me doy cuenta de que escribo que fueron pocos los que en aquellos años oscuros se atrevieron a expresar en la calle su rechazo a ETA con un humilde lazo azul prendido en la solapa. Y lo cierto es que yo lo recuerdo así, como también recuerdo- curiosos paralelismos de la historia- que también fueron pocos los que durante el franquismo dieron testimonio en la calle de su rechazo a la dictadura. La muy invocada libertad de expresión es lo que tiene, que a veces da miedo usarla y callarse viene a ser lo más recomendable.

Pero yo quería hablar un poco de mí mismo, de algo que me ocurrió en aquella época y que nunca he podido olvidar del todo. Fue en primavera. La agradable temperatura y el cielo azulísimo de una mañana de sábado se presentaban como las condiciones perfectas para un largo paseo sin otro propósito que el caminar mismo. La verdad es que siempre me ha gustado andar, en especial las caminatas en entornos urbanos, andar y sobre todo mirar a mi alrededor, las casas, los barrios, las plazas, los comercios, los monumentos y las fábricas, la vida cotidiana de la gente en lugares más o menos próximos al mío. Quiero decir que he sido, y sigo siendo, un andarín de cercanías. Pensé que hacía mucho tiempo que no me daba una vuelta por Plencia, cuyo casco viejo siempre me había parecido un lugar hermoso y tranquilo, con la promesa del mar cercano como premio.

El viaje en el metro formaba parte del placer de mi pequeña excursión mañanera. Mientras contemplaba la sucesión de municipios y barrios, el paisaje cambiante entre lo industrial y lo rural, entre la margen derecha de la ría y la zona de la costa, me aseguré un par de veces de que llevaba el lazo azul bien seguro en la solapa. En aquel momento del día, todavía temprano, me pareció que era el único de los pocos viajeros del vagón que lo llevaba. Nada más llegar, empecé a sentirme muy bien al cruzar un puente parecido a los de Calatrava (o quizás del mismo Calatrava) mientras miraba las pequeñas embarcaciones atracadas en la ría de Plencia. El cielo seguía igual de azul y la temperatura igual de agradable, así que enfilé de inmediato, como tenía pensado, hacia la parte antigua. Allí recorrí durante un buen rato calles tan silenciosas como las recordaba, sin cruzarme con casi nadie, en una calma perfecta. Me paré frente a la iglesia, aún cerrada, y me demoré rodeándola procurando no perder ningún detalle de su recia arquitectura gótica. También creo recordar haberme parado ante una pequeña librería en cuyo escaparate había, entre otros en castellano, algunos libros en euskera. Todo resultaba perfecto.

Pero inesperadamente la calma dio paso a la perturbación, una perturbación que se me ha quedado grabada para siempre. El caso es que de pronto en una pared me di de bruces con una pintada que con su característico trazo perentorio decía A los del lazo, ladrillazo, uno de los delicados mensajes anónimos de los de siempre. El escalofrío que inmediatamente me recorrió el espinazo duró algunos segundos interminables, segundos que se transformaron en minutos cuando a continuación, por obra del azar, siempre tan oblicuo, por una bocacalle cercana aparecieron intercambiando bromas entre sí dos veinteañeros con el muy descriptible aspecto de cualquier joven abertzale de aquella época y todavía de ésta: el pelo cortado a mordisco limpio, pendiente en una de las orejas, camisas gruesas de leñador canadiense o de Alaska y pantalones y botas de inconfundible look montañero. Cruzamos nuestras miradas durante unos instantes y ellos siguieron sin más su camino. Aunque yo creo que no llegaron a percatarse de mi lazo azul, un acto reflejo me impulsó a girarme discretamente, quitármelo con disimulo y metérmelo en el bolsillo. O sea, que la pintada y los dos chavales me acojonaron.

De vuelta a casa en el metro, ya no pude contemplar ningún paisaje, ni de costa ni industrial, porque un profundo malestar se me había instalado en el estómago y en la cabeza. En los días y semanas siguientes, sin el lazo azul en la solapa, al cruzarme por la calle con cualquier otro jovencito de mirada airada y look tirando a abertzale, volvía a revivir el lamentable suceso de Plencia y la escasa gallardía que tuve que reconocerme entonces. O sea, que me habían acojonado pero bien. Tardé todavía algunos meses en volver a ponerme el lazo, aunque felizmente fui capaz de hacerlo.

Recordé en aquel momento, y recuerdo ahora, que muchos años antes, entre 1974 y 1977- los curiosos paralelismos de la historia una vez más-, en plena vorágine antifranquista, siendo entonces un joven intelectualizado y revolucionario de los de antes de la revolución, también tuve la clara impresión de que por mucho que me jodiese admitirlo, no era el camarada más valeroso de los de mi célula. De hecho, mi mayor preocupación era pensar en cuál sería mi aguante ante los previsibles golpes y acaso torturas en comisaría en caso de ser detenido. Es decir, que la dictadura también me había acojonado pero bien. Afortunadamente, el oblicuo azar me favoreció y tal detención no ocurrió, de forma que pude mantener, no sin esfuerzo y algunos malos ratos, la compostura propia de un militante comunista como Dios manda.

Creo sinceramente que no fui el único ciudadano vasco acojonado por ETA, como también creo, con la misma sinceridad, que no fue la resistencia de la sociedad vasca la causa última de la derrota del terrorismo en nuestro país. No se me olvida que muchos vascos, sedicentes moderados, le encontraron durante demasiado tiempo algunas razones, muchos otros se limitaron a mirar para otro lado y algunos no fuimos todo lo valientes que nos hubiera gustado ser ante tanta iniquidad.
Mi deseo en este siglo XXI es que a las generaciones por venir en Euskadi no pueda acojonarlas nadie, ni generales con espada ni pistoleros salvapatrias, que los vascos podamos vivir siempre en paz y en libertad y que ningún energúmeno pueda pedir ningún ladrillazo para los de ningún lazo. Que entre nosotros el lazo azul nunca más vuelva a ser necesario. Y que guardemos siempre memoria, y hagamos que otros la guarden, de lo que aquí nos ha ocurrido durante casi cincuenta años.

Luis Eguiraun, Bilbao 2015

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